domingo, 26 de abril de 2009

Poetas en el estadio

Por Álvaro de Campos
El otro día escuchaba a John Wyatt y a Rocheteau mientras discutían un tema propuesto por Halftown. Daban muy encampanados sus dispares impresiones sobre la conveniencia de lanzar el texto un día antes o un día después. Creo que me preguntaron mi parecer. Creo. Pero yo andaba rumiando con las manos un cigarrillo de liar y con las sienes bombeando sangre para regar la idea de un asunto que escribir. En ese orden. Me dio por especular entonces con los escasos instantes en la Historia contemporánea en que un estadio de fútbol ha adquirido para mí sentido cierto más allá de la berrea indiscriminada de un día de partido y del ocio masticable de sus gradas.

Y no me refiero exactamente a algún concierto memorable. Sino a algo mucho más extraño: lo que fueron ciertas fiestas de la poesía --sí, fiestas, qué pasa-- en un escenario que, huérfano de balón, hinchada y peloteros, resulta un espacio inenarrable. Absurdo. Inútil. Lo que venía a contar aquí hoy sucedió el 5 de diciembre de 1972. Pablo Neruda había regresado a Chile. El gran poeta oceánico volvía con su poesía que sale dando gritos, con su palabra de visiones: transformadora, ritual, poderosa. Whitman con el alma mapuche y la voz de campanas con daño.

Regresó Neruda a Santiago con la medalla del Premio Nobel y querían festejarlo con un homenaje. Para ello se habilitó el Estadio Nacional de Chile. "Vino todo el pueblo a escuchar mi poesía. Yo subí al tablado mientras el público me saludaba. Entonces escuché que se hacía el silencio y dentro de ese silencio oí elevarse la más extraña, la más primordial, la más antigua, la más áspera música del planeta", escribió. Aquella tarde tomó asiento en el palco principal del graderío. Traía los ojos húmedos. La calva tersa. Las manos quietas sobre el paño del traje claro. Detrás, según las fotografías de aquella jornada, estaba sentado Pinochet, un general mascachapas y trepa, felador del poder, inminente sicario. Incluso hay un momento en que la exaltación del público también hace saltar al militarón de su asiento. Y aplaude al poeta, al ser que representaba todo aquello que él, un mes después, fumigaría sumando crímenes feroces bajo la retórica de la defensa de la patria.

Pero hoy estamos a otra cosa. Un estadio de fútbol convertido en hornacina multitudinaria de la poesía. Eso sucedió aquel día. Fervor y emoción de palabras. Neruda recorrió el campo a bordo de un descapotable blanco, junto a Matilde Urrutia. Agitó un pañuelo para responder a otros miles de pañuelos agitándose en las gradas. Venía seriamente enfermo. Ya eran días de miedo en Santiago. Estaban los viejos cuchillos tiritando bajo el polvo. Y un mes después todo saltó por los aires: el país a manos de militares reaccionarios; Neruda tunelado por la paciente y siniestra labor de un cáncer imparable.

Pero decíamos que un estadio de fútbol también es lugar para un poeta, un hombre a la altura insigne de otros hombres. Un trozo de tierra para los iguales. Nada que ver con esos pimpollos en calzones que cruzan trotando el césped jaleados como dioses, huecos dioses. Nosotros hablamos en serio.

Sólo otro escritor, el palestino Mahmoud Darwish, consiguió una proeza semejante: reunir en el estadio de Beirut a 25.000 seguidores. Durante tres horas, una tarde de 2002, le escucharon recitar sus poemas como quien atiende al último profeta de una inédita galaxia. La belleza implacable tomaba cuerpo en el absurdo templo de tantas adoraciones fofas, sobrexcitadas, domingueras. No creo que haya dos trochas en la vida cuyos gestos constitutivos sean más irreconciliables. Aunque a veces un sólo hombre, pasajero entre palabras fugaces, es capaz de hacérnoslo olvidar. Y entoces un estadio es algo más que un estadio. Quizá menos abrumado por la rasante realidad. Quizá más extraño en su evidente misión.

lunes, 20 de abril de 2009

"Ahora me apetece pescar"

Por Álvaro de Campos

La indolencia es, como el amor, una confusa protesta contra el orden natural de las cosas. Lo normal es que nos enamoremos, pero lo lógico es no estar enamorado. Igual que lo lógico es estar en movimiento, aunque el deseo sea más propenso a la honda emoción de no hacer nada. Traigo esto de la indolencia hasta los Apuntes de un desplazado porque es la sensación que nos embarga a quienes no nos interesa el fútbol y a la vez observamos cómo nuestro entorno inmediato adquiere perfil de esfera.

En las dos semanas de gloria que lleva ya este blog soporto estoicamente la bulla indomable de mi once titular hablando hasta el delirio de futboleros, entrenadores, coreanos muy diestros con la zurda, tipos que le dan 220 golpes con el empeine a un paquete de Marlboro o de cómo la Historia -ese colapso de datos- se ha confeccionado también con un balón entre las patas de algunos virtuosos... Qué quieren que les diga... Esta aventura se me hace un rato larguísimo. Mi tribu de aquí dentro me parece gente que sabe mucho de cosas que no le importan a casi nadie. Si sigo con estos pelotudos es por un alto sentido de la amistad, del compromiso... Y de la indolencia, que también me dicta confusos mensajes masoquistas. Ahora no me apetece decir no.

Hablaba esta mañana en el mediocampo de nuestra oficina con Rocheteau y Nick Panzeri (dos intrigantes a los que ya se irán acostumbrando). Les ahorro el resumen de la conversación porque: a) no presté atención; b) tampoco me la prestaron ellos a mí; c) fue más de lo mismo -tecnicas de fútbol, astros ascendentes, estrellas desfogadas-; y d) estoy, como ya digo, en el cultivo zen de una galbana muy bien trabada. Por eso asumo con fervor lo que Bobby Knight, el mítico técnico de baloncesto estadounidense, dijo la otra mañana en Bilbao, según El País: "Ahora me apetece pescar". Eso es todo. Hacen falta muchos años de tomarse la vida como una descarga con picanas para alcanzar la desnudez de este mantra, y cumplirlo. Es la culminación de una filosofía en la que estoy seguro que Knight ha empeñado la vida, las arterias, los nervios, parte del miocardio y muy probablemente la paciencia de su primera mujer.

Es la sentencia más interesante de cuantas he leído hoy en las páginas de Deportes de los diarios nacionales. Lo mismo pensé cuando me contaron la historia del argentino Bernardo Houssay, el primer Premio Nobel de Medicina de Latinoamérica. Un pibe que desde las filas del modesto equipo de la Facultad de Medicina de Buenos Aires le calzó dos goles al todopoderoso (y entonces recién creado) River Plate, en un partido celebrado en junio de 1904. Houssay vivió años de subidón y estudio. Le dio duro también al remo y al rugby. Terminó la Universidad, desapareció sin dejar rastro para el deporte, se encerró en el laboratorio y todo lo demás fue silencio y probetas. Le concedieron el Nobel en 1947. Dicen que no volvió a jugar al fútbol. Nunca. En su vida apenas concedió entrevistas. Más bien fueron los otros los que no se las pidieron. Casi nadie se acuerda ya de aquel cholo, Houssay, que le metió un doblete al River cuando el siglo estrenaba botas nuevas. El olvido es la conquista más alta. "Si pierdo la memoria, qué pureza", escribió Pere Gimferrer. A veces, cuando me abruma el insaciable
banquillo de FNF, también lo creo.

martes, 7 de abril de 2009

Redención en El Cairo

Por Álvaro de Campos

Al personal nativo que echa la tarde entre el té y la shisha en el café El Fishawy de El Cairo le suena como un presente muy remoto que en España haya habido un baile de corrales en los ministerios.

"A nosotros de su país lo que nos gusta es el fútbol", ataja Sadi, soltando por el hueco de los dientes un humo dulce, lento y prolongado. "El Barça, mi amigo. Real Madrid, my friend. Messi, Eto'o... Aunque en Egipto somos más de Kanouté... ¿Y tú?".

Acojonante. Uno venía tan sólo a cumplir con su rito de visitar cafés y otros mausoleos sentimentales, porque aquí en El Fishawy escribía Naguib Mahfuz, y se ve estableciendo vínculos con otro mundo por el puente colgante del fútbol. En esta calle del excitante bazar de Jan El Jalili palpita un mundo distinto, urgente y perezoso, ritual y disparatado que sólo encuentra el consenso pleno si alguien grita, por ejemplo: "¡Guti!".

Cometí una imprudencia con Sadi. Le dije que no me gustaba el fútbol. Uno no se debe sincerar de ese modo con quien tiene por corazón un balón de reglamento. Creo que le defraudé. Entre ambos se abrió de inmediato un abismo que no cerraba ni el recuerdo de novelas como El callejón de los milagros, del gran Mahfuz. No me atreví entonces a contradecirle. Lo expresaba como el que apuraba con las palabras arrastradas la última verdad por la que aún merece la pena vivir. Y ya no tuve el coraje suficiente para anunciarle que Zapatero incumplía su promesa de crear un Ministerio del Deporte, como prometió en la final de la Copa Davis. Esto rompería su fe en la Alianza de las Civilizaciones, y no estamos como para perder socios a chorros.

Sadi es de los egipcios que creen que nosotros tenemos en el Barça y el Madrid lo que ellos en las pirámides y Abu Simbel: una fuerza simbólica que nos constituye como un pueblo de herencias mágicas. Yo creo todo lo contrario, pero eso que ya lo he dicho. Aunque voy a incordiar un poco más, mientras un camarero con cara de árbitro doméstico me echa otro par de tientos del mismo té...

A mí que ZP haga o deje de hacer un Ministerio del Deporte me la suda. Puede que sea por mi parte una frivolidad. Incluso una inconsciencia. Pero es que me la trae muy floja. Y más aún si de ello se beneficia el fútbol, que es una de las industrias más indecorosas, sospechosas y opacas de cuantas hay en España dentro de la franja de lo concebido como legal. Pero a Sadi le hago un siete en el ánimo si le explico todo esto. Así que me callo.

Sadi está con su novia. Y cuando se levanta a mear ella me dice que si algún día se casan sabe cómo hecerle feliz por un día: con dos entradas para un partido en el Bernabéu y otras dos para el Camp Nou. El amor es una droga muy dura. Sadi regresa. "¿Y a ti por qué no te gusta el fútbol? Messi, Eto'o, Kanouté... ¿No crees que si hubiese más fútbol habría menos problemas?" No lo creo, Sadi, pero hoy digo que sí. Y si mañana hay partido en El Cairo, cuenta conmigo.