El otro día escuchaba a John Wyatt y a Rocheteau mientras discutían un tema propuesto por Halftown. Daban muy encampanados sus dispares impresiones sobre la conveniencia de lanzar el texto un día antes o un día después. Creo que me preguntaron mi parecer. Creo. Pero yo andaba rumiando con las manos un cigarrillo de liar y con las sienes bombeando sangre para regar la idea de un asunto que escribir. En ese orden. Me dio por especular entonces con los escasos instantes en la Historia contemporánea en que un estadio de fútbol ha adquirido para mí sentido cierto más allá de la berrea indiscriminada de un día de partido y del ocio masticable de sus gradas.
Y no me refiero exactamente a algún concierto memorable. Sino a algo mucho más extraño: lo que fueron ciertas fiestas de la poesía --sí, fiestas, qué pasa-- en un escenario que, huérfano de balón, hinchada y peloteros, resulta un espacio inenarrable. Absurdo. Inútil. Lo que venía a contar aquí hoy sucedió el 5 de diciembre de 1972. Pablo Neruda había regresado a Chile. El gran poeta oceánico volvía con su poesía que sale dando gritos, con su palabra de visiones: transformadora, ritual, poderosa. Whitman con el alma mapuche y la voz de campanas con daño.


Pero decíamos que un estadio de fútbol también es lugar para un poeta, un hombre a la altura insigne de otros hombres. Un trozo de tierra para los iguales. Nada que ver con esos pimpollos en calzones que cruzan trotando el césped jaleados como dioses, huecos dioses. Nosotros hablamos en serio.
Sólo otro escritor, el palestino Mahmoud Darwish, consiguió una proeza semejante: reunir en el estadio de Beirut a 25.000 seguidores. Durante tres horas, una tarde de 2002, le escucharon recitar sus poemas como quien atiende al último profeta de una inédita galaxia. La belleza implacable tomaba cuerpo en el absurdo templo de tantas adoraciones fofas, sobrexcitadas, domingueras. No creo que haya dos trochas en la vida cuyos gestos constitutivos sean más irreconciliables. Aunque a veces un sólo hombre, pasajero entre palabras fugaces, es capaz de hacérnoslo olvidar. Y entoces un estadio es algo más que un estadio. Quizá menos abrumado por la rasante realidad. Quizá más extraño en su evidente misión.